El arte de Bob de Moor al servicio de Jacques Martin
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Lefranc, "La guarida del lobo", de Jacques Martin.
En estos días, revisando Arrebato puesto a escribir un artículo sobre Iván Zulueta, su realizador, he vuelto a escuchar esa pregunta que le formula Pedro (Will More) a Sirgado (Eusebio Poncela) sobre el tiempo que, siendo un niño, era capaz de estar mirando fijamente, sin levantar la vista, su cromo favorito.
Fui coleccionista de cromos, pero debo reconocer que no muy aplicado. De hecho, recuerdo vagamente que sólo terminé una colección cuyo título he olvidado. A mí, las estampas que me arrebataban de esa manera en mis primeros años fueron las viñetas de las aventuras de Tintín. No podría precisar la favorita entre todas ellas. Recuerdo la portada de El asunto Tornasol (1956), con Tintín y Haddock ocultando a Tornasol de los motoristas bordurios tras una roca y aquellos cristales rotos ciñendo la escena, que siempre imaginé un plano imposible por creerla focalizada desde el interior del faro del coche despeñado, de ahí los cristales rotos; recuerdo, en muchos episodios, aquellas turbinas fabulosas entre las que asomaba un puño, una onomatopeya, una de aquellas estrellitas que expresaban el dolor, con las que Hergé -y algunos cartoon estadounidenses- daban cuenta de las peleas. Ya en la siguiente viñeta, el perdedor aparecía con un ojo amoratado, las ropas rotas e incluso algún esparadrapo en el rostro. Y recuerdo especialmente la portada de la segunda versión en color de La isla negra, es decir la de 1966.
La mía, en efecto, es la segunda traducción española de dicha versión, fechada en 1967. También atesoro el facsímil de esa primera edición en color de 1943, que fue publicada en España en 1986. Pero a lo que voy ahora esa a la segunda versión en color de La isla negra porque es en ella donde entré en contacto por primera vez con el arte de Bob de Moor. Naturalmente, siendo un niño, en aquellas lecturas arrebatadas de las aventuras de Tintín de mi infancia, no reparé en semejante detalle. Fue mucho después, siendo ya un tintinófilo aplicado cuando supe de la entrega de Bob de Moor al enriquecimiento de la obra de Hergé. Convertido en su primer ayudante en 1950, recién creados los estudios Hergé, de Moor fue el responsable de los decorados del díptico lunar, La isla negra y muy especialmente de Tintín y los pícaros (1976), donde su responsabilidad fue aún mayor. Se dice que, con las mismas que -a instancias de Hergé- llevó toda la contemporaneidad de los años 60 a la utilería que esparció por las viñetas de esa segunda versión en color de La isla negra, el gran Bob de Moor fue el responsable de que el infatigable reportero de Le Petit Vingtième cambiase sus eternos bombachos por esos pantalones campana, tan al gusto de la séptima década del pasado siglo, que viste en su última aventura latinoamericana: Tintín y los pícaros (1976).
Toda esa modernidad setentera es la que he percibido en los dibujos de La guarida del lobo (1974), originales de Bob de Moor sobre un guión de Jacques Martin. En 1986, cuando leí por primera vez esta historieta, no observé más que esa evolución natural en el trazo de los personajes entre dos aventuras separadas por nueve años, El misterio Borg, la última debida a Jacques Martin en su totalidad data de 1965. Bien es cierto que en los 80, cuando procuraba comprarme todos los álbumes de Ediciones Junior de mi interés, tampoco era ese estudioso aplicado de la bande dessinée que procuro ser ahora. Entonces solo era un lector entusiasta. En esta ocasión he creído ver en esta cuarta aventura de Lefranc toda una celebración de Bob de Moor, aunque su nombre no aparezca ni por el forro.
Tengo la teoría de que el arte de Bob de Moor, amén de por sus propias creaciones -Cori el grumete, el enigmático señor Barelli, Óscar y Julián, que por supuesto atesoro y me dispongo a releer cuando acabe con Lefranc- hay que estimarlo como un punto de encuentro entre lo más granado de la Línea Clara. No es para menos considerando que, además de sus aportaciones a las aventuras de Tintín, y de esta cuarta entrega de las de Lefranc, también fue el dibujante de la segunda parte del díptico de Sato de Jacobs, Mortimer en Tokio (1990). Es decir, el más abnegado de los discípulos de Hergé, también puso su arte al servicio de sus compañeros en el triunvirato rector de la Escuela de Bruselas: Jacobs y Martin.
Por lo demás, la historia es tan eminentemente europea como las tres aventuras anteriores de Lefranc. Ambientada en el valle de Annifer, un lugar -creo que supuesto- de la Suiza profunda. Hasta allí llegó una familia inglesa -los Howard- en cuyo pico más alto construyeron un hotel a la espera de que subiera hasta esa cima -la montaña de los Diablones- un teleférico. Pero la mezquindad de los lugareños, que no quisieron que se enriquecieran los foráneos con los encantos de su pueblo, llevó a la ruina a los ingleses. Son sus hijos quienes ahora se vengan, desarrollando al hacerlo el enigma de la historia.
Puede que Jacques Martin renunciase al dibujo de su segundo gran personaje a favor del guión. Desde luego, el libreto me ha resultado más denso y elaborado que el de los tres álbumes anteriores, aunque haya echado de menos al inefable Axel Borg, el antagonista por excelencia de Lefranc y uno de los grandes villanos de toda la Línea Clara. Si bien puede que sea su ausencia precisamente lo que ha redundado en esa mayor elaboración del libreto, que va mucho más allá del enfrentamiento, más o menos maniqueo, entre el bueno y el malo.
Por otro lado, también se echa de menos a Jeanjean, quien sólo hace acto de presencia, junto al comisario Renard, en la última página.
Publicado el 27 de julio de 2020 a las 13:00.